31.10.07

Penélope (El tren)


Varias veces había estado sentada en ese banco de la estación, con su maleta preparada, esperando ese tren que al final nunca cogía. Era como si, sin quererlo, su nombre la uniera irremediablemente a ese lugar. Sus padres la llamaron Penélope, como la de los zapatitos de tacón y el bolso de piel marrón, esperando la llegada de su amante. Pero a diferencia de la otra Penélope, ella no espera ningún amante, jamás bajaría de ese tren el amor que ella esperaba. Lo que ella deseaba era subir en él. Hiur, dejar muy lejos aquél lugar, aquella gente, dejar atrás su vida. Y empezar de nuevo en otra parte.

Pero durante años y años no tuvo valor de hacerlo; más por lo que dejaba que por miedo a lo que encontraría. Pasaba algunas tardes en la estación, ya sin intención alguna de subirse a ningún tren; simplemente soñaba despierta mientras veía a la gente subir y decir adiós por la ventanilla. Para el resto de los mortales el tiempo pasa porque se mueven las manecillas del reloj. A Penélope se le escapaba el tiempo en cada tren que no cogía. Y fueron muchos los trenes que dejó escapar.

Un buen día se dio cuenta de ello. Se había pasado la vida soñando. Había pasado años ocupando un lugar que no deseaba, pero no se atrevía a abandonar. Se dio cuenta de que se le había hecho tarde, demasiado tarde. Y entonces tuvo claro, más claro que nunca, que era la hora de partir.

Decidió ponerse sus zapatos de tacón, pintarse los labios de carmín. Aún quedaba algo de belleza en ella, a pesar de los años. Sacó su vieja maleta de los sueños de debajo de la cama y la llenó de todo aquello que realmente le apetecía llevarse. Nada de ropa, ni cosas útiles. Ella quería llevar consigo aquellas pequeñas cosas que quería, que consideraba realmente suyas.

Se sentó en el banco de la estación, a esperar una vez más ese tren que jamás cogió. Sintió emoción cuando lo oyó a lo lejos, y no pudo contener las lágrimas, tantas como trenes había perdido. Ya llegaba, llegaba el tren y llegaba su momento. Asió su maleta y cerró los ojos.

Nadie había reparado en ella; nadie pudo hacer nada. En unos instantes Penélope, la mujer de los zapatos de tacón y la maleta marrón, había desaparecido bajo el tren. No era el destino que ella quería, pero al fín, había conseguido cambiar de vida.

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