31.10.07

La caja


Había ido perdiendo pedacitos de cordura con el paso de los años, pero no eran más que fragmentos rotos y desordenados de aquel espejo de su memoria. De aquel límpido vidrio que se rompió drásticamente para no volver a brillar jamás, para dejar de reflejar sin distorsiones lo que sucedía ante él.

Sólo, ausente y viejo, dejaba pasar las horas frente a la ventana de su dormitorio en aquella deprimente residencia. Las horas se hacían de rogar, los días se resistían a pasar, los años se eternizaban. Estaba en el limbo de la consciencia, viviendo entre lamentos, lagunas y recuerdos que no sabía si habían existido o se habían creado en su imaginación.

De repente una voz angelical lo distrajo de sus confusos pensamientos.

- Alberto, tengo una cosa para ti. Una mujer ha dejado en recepción esta caja. Ha insistido en que no la podía abrir nadie más que tú. ¡¡¡Qué misterio!!! ¿No tendrás una admiradora, verdad?

La cuidadora se fue entre risas. Alberto asió fuertemente la caja, con miedo a que se le cayera, a perderla, como todo aquello que él había querido. Esa caja… Aún podía recordarla. La abrió y empezó a sonar esa música tan familiar “Quand il me prend dans ses bras, il me parle tout bas, je vois la vie en rose”… Cerró los ojos y se dejó llevar por esa melodía tantas veces escuchada. Cuando las lágrimas se apoderaron de él, volvió a abrir los ojos y creyó tenerlos tan nublados que no le permitían ver con claridad. Después de frotárselos, y ya sin lágrimas en ellos, pudo ver claramente que no se equivocaba. Allí estaba, en la habitación de Ángela, con la caja de música en sus manos. Llovía. Por la ventana vió cómo ella llegaba y dejaba el coche frente al garaje. Llovía tanto que no quería entretenerse a abrir la puerta.

Entonces recordó ese día. Ese era el día en el que su memoria emprendió un viaje para anestesiarlo del dolor. De un dolor que ni aún sumido en las tinieblas de la demencia voluntaria, había podido mitigar. Recordó que entonces él la llamó, desde la ventana, y ella dijo “Ahora mismo subo”. Nunca llegó a esa habitación con él, las malditas y viejas escaleras de madera decidieron cambiarle la vida y cobrarse la de ella. La mujer que más amaba en el mundo. Lo único que él tenía.

Decidió entonces sacar casi el cuerpo entero por la ventana, a pesar de la lluvia. Contempló incrédulo su propio cuerpo, joven y ágil. Gritó tanto como pudo:

- ¡¡¡Ángela!!!! ¡¡¡No subas!!! ¡¡¡Ya bajo yo!!!!

Corrió hacia las escaleras y sin saber cómo, se encontró rodando y rodando por ellas. Lejos de mostrar dolor, una sonrisa se dibujó en su cara. No tendría que mirar más por la ventana de esa triste habitación del geriátrico.

Sumido en un sueño profundo, Alberto empezó a oir de fondo la música de la caja de Ángela. Se sintió tremendamente decepcionado ante la idea de que todo hubiera sido un sueño. Suspiró. Quiso darse la vuelta en la cama, pero no pudo mover su cuerpo.

- Hola cielo. ¡Ya te has despertado! ¿Cómo te encuentras hoy?

Ángela. Una Ángela madura y a la vez divina le besó la frente. Su cuerpo no tenía vida, pero de repente su corazón recuperó toda la que no había tenido en todos estos años. Qué más daba todo, ahí estaba ella. Lo había estado siempre. Una ráfaga de recuerdos inundó su mente… cada uno de los innumerables momentos que había compartido con ella después del accidente. ¿Era eso real? También tenía en su mente la vida del Alberto abandonado a la tristeza. Ángela le preguntó con preocupación si todo iba bien.

- No pasa nada; sólo he tenido una larga pesadilla. Me alegro tanto de tenerte a mi lado…

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