31.10.07

Amistad


Simón fue siempre todo lo que yo no fui. Era un niño atlético, atrevido, gracioso y extrovertido. A pesar de mi carácter reservado, él entró en mi vida de una forma natural, con gran facilidad, como si una parte de él ya existiera en mi interior y hubiera una conexión más allá de cualquier razonamiento lógico. Durante todo el verano, que se presentaba tedioso y largo como una letanía, pasé horas y horas con mi nuevo amigo. Con él aprendí cada rincón de aquél pueblo de desierto castellano, a bañarme en las balsas de riego de los agricultores y a salir corriendo casi en cueros cuando nos pillaban. Pasábamos también largas horas en mi habitación, en casa de la abuela. Estaba tan contenta de que fuéramos a pasar el verano con ella, que me tenía reservado uno de los mejores dormitorios para mí solito. Allí podíamos representar obras de teatro, hacer batallas, leer durante horas El viaje al centro de la tierra o simplemente tirarnos al suelo y dejar libre nuestra mente, mirando al techo. Ese y los siguientes veranos fueron los mejores de mi vida.

Cuando regresaba a la ciudad volvía a sentirme solo. Mi madre se preocupaba por mí aunque intentara disimularlo, me decía que debía encontrar alguna amistad y olvidarme de que Simón esto, que Simón lo otro. Nunca le gustó, ponía mala cara siempre que lo nombraba.

La muerte de mi padre me convirtió en un pequeño adulto de 12 años de la noche al día. La abuela decidió venirse a vivir con nosotros a pesar de su pánico a la ciudad; debió pensar que podría superarlo junto al de mi madre a la soledad. A veces, cuando los pánicos se acompañan, se dan la mano y desaparecen. Yo dejé de ver a Simón. Cuando fuimos a buscar a mi abuela ya no estaba. En cada uno de los viajes fugaces que hicimos para recoger los últimos trastos que allí quedaban de la abuela, yo me escapaba a buscarlo. Corría por todo el pueblo, tratando de encontrar a mi amigo en todos aquellos lugares en los que habíamos reído tanto. Pero jamás volví a verlo.

Ayer fui a comer a casa de mi madre. La paella le sigue quedando exquisita. Mientras comía el arroz, con la mirada perdida en el plato, pensé que mi relación con ella había sido como una gran paella y cada grano de arroz era un silencio que me comía. Hace años que le dejé de hablar de mi padre, de Simón, de mi infancia, del pueblo. De repente sentí la necesidad imperiosa de romper ese plato de arroz, de abrazarme a ella como si aún fuera un niño y llorar en su regazo todo lo que no lloré porque un día me convertí en adulto. Ella me rodeó con sus brazos y lloró conmigo. Pasamos la tarde hablando, recordando cuando yo era niño. Sonreía mientras me decía lo bueno que había sido siempre, lo bien que me portaba y cómo me entretenía solo. Me contó cómo se armó de paciencia para escuchar mis historias sobre Simón, porque en aquel desértico pueblo yo era el único niño.

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