24.1.08

ESTÁ ESCRITO


Ilustración: Mario Vela



El miedo a la muerte es irracional, como tantas otras cosas en esta vida. Tantas que nos impiden disfrutar plenamente, preocupados por el mañana o por terrores absurdos e incurables que nos fulminan lentamente como una enfermedad crónica.

Fátima vivía aterrada ante la idea de la muerte, de la pérdida, de la separación. Dicen que los animales huelen tu miedo. Quizá la muerte también lo perciba. Y la había mordido. Le había arrancado con un solo bocado lo que más quería, aunque aún no hubiera tenido tiempo de darse cuenta de ello. De nuevo sus miedos la habían bloqueado, y pese haber compartido momentos deliciosos con él, aún no se había atrevido a confesarse, íntimamente, que estaba enamorada. Porque esa palabra era más tabú que cualquier otra. Porque no podía permitirse esa debilidad. Porque no podía ser. Debía ser un espejismo, que desaparecería tarde o temprano.

Y desapareció. Fátima se sorprendió a sí misma sollozando y diciéndose “lo sabía”. Ella llevaba toda la vida preparándose para las pérdidas.

En el funeral apenas conocía a nadie. Su infinita pena formaba una isla, lejana y desconocida. Empezó a pensar que había desperdiciado el tiempo. Tenían esa extraña relación desde hacía lo suficiente como para formar parte de su mundo, de su vida. Pero no había sido así. Siempre había puesto una excusa, siempre había un motivo para no avanzar.

Y lloró tantas lágrimas como “te quieros” le hubiera gustado decirle y jamás lo hizo. Lloró porque ahora que su espejismo había desaparecido, se arrepentía de no haberlo vivido con la intensidad que merecía. Si pudiera hablar con él una vez más…

Luchó contra la soledad de su noche, de su eremítico piso de mujer autosuficiente, envuelta en una manta y con una botella en la mano. Y ahí en el sofá se quedó dormida, acunada y mecida por el cansancio del llanto y el efecto del alcohol.

Soñó. Él estaba sentado frente a ella, en su sillón favorito. Y ella seguía en el sofá. Pero eso no era su ático en plena ciudad. Estaban en medio de un campo lleno de amapolas. Él se levantó y fue hacia ella. Le retiró un mechón de cabello de la cara, acariciándola.

-Hola mi niña. ¿Querías decirme algo?

Y Fátima le contó cuánto le amaba y cuán equivocada estaba dejándose paralizar por sus miedos. Hablaron durante horas, porque en los sueños no se tiene prisa ni reloj. Él, tan sereno y sabio como siempre, asumiendo resignado su situación, le dijo que se sentía feliz por ella. Porque al fín había entendido el significado de vivir y cuán inútiles resultan algunos miedos. Esa había sido su misión. Estaba escrito.

Fátima se despertó resacosa de vino y lágrimas, pero ese sueño con él… ¡La había reconfortado tanto!

La vida seguía, debía ir a trabajar. Se dio una ducha caliente intentando despejar su cabeza y templar su cuerpo. Deseando que su pena resbalara y escapara por el desagüe.

Al salir de la ducha pudo ver claramente algo en el espejo empañado por el vaho:

Te quiero - estaba escrito.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Las ocasiones para el amor, o para una fantasía de amor.... se nos dan contadas. Lo que hagamos con ellas... ya es cosa nuestra.

Me encanta tu estilo de relato, imposible de abandonar hasta el mismísimo final ;)

Nutopia dijo...

Gracias, Amador. Me alegro de que te guste.